La princesa, el
leñador y el deseo
Cuento popular italiano recopilado por Ítalo Calvino
Relato enmarcado de: Beatriz Actis - "Cuando se va el verano"
Mientras talaba los árboles de un
bosque cercano a la ciudad de Salerno, en el sur de Italia, en donde vivía, un
joven llamado Zerbino cantaba y cantaba. Era leñador y mucho más no se sabía de
él. Tenía una vida sencilla y era de pocas palabras. A pesar de esto último, le
encantaba entonar canciones. A algunas las conocía desde que era un niño;
podría decirse que prefería cantar a hablar.
Una tarde, en un paseo habitual
por el bosque, encontró dormida a orillas de un arroyo a una muchacha y la
arropó con grandes hojas para que no sintiera frío. Después vio que se le
acercaba una serpiente y la mató con su facha filosa. Pero la muchacha no era
una muchacha, era un hada. Y al ver que Zerbino la había protegido, le hizo un
regalo:
-Te concederé todo aquello que
desees -dijo.
Y así fue.
Al día siguiente, Zerbino, como
parte de su trabajo, debía cargar unos pesados troncos y pensó en voz alta:
-Ojalá estos troncos tuviesen
pies; así, no tendría que llevarlos sobre mis hombros.
De inmediato, los troncos
cruzaron caminado el puente que separaba el bosque de la ciudad. Los habitantes
de Salerno vieron asombrados cómo marchaban solos, incluso la princesa los vio,
desde una de las terrazas del palacio.
La princesa estaba sola y
aburrida, porque su condición real la llevaba a estar rodeada de damas de
compañía de la corte, pretendientes de reinos lejanos y falsas amistades,
motivadas solo por el interés. A veces, entonces, se aislaba en alguna de las
terrazas del palacio en busca de tranquilidad. Zerbino, al contemplarla desde
la calle, pensó en voz alta:
-Ojalá se enamore de un hombre
que la haga reír.
La princesa miró pasar los haces
de leña caminando con sus minúsculas patitas, como en un desfile, y esa
situación era tan absurda y graciosa, que largó una carcajada sonora. En ese
mismo momento, se enamoró de Zerbino, siguiendo los designios del hada. Cada
uno de los deseos del leñador se cumplían sin que Zerbino supiera qué era en
verdad lo que estaba sucediendo.
La princesa le dijo al rey que
quería casarse con el leñador y, como era su única hija y quería verla feliz,
el rey, tras la sorpresa inicial, aceptó la petición. Zerbino también lo hizo,
aunque no le gustaba demasiado la vida lujosa del palacio.
En la corte, el rey tenía un
consejero llamado Pomodoro, que sentía celos de Zerbino. Convenció al rey para
que enviara a los recién casados lejos de Salerno, a través del mar sobre el
que se recostaba la ciudad. De ese modo, creyó, no peligraría su protagonismo en
la corte y solo él seguiría teniendo influencia sobre las decisiones del rey.
Sin embargo, después de la boda, cuando el leñador y la princesa subieron al
barco, para sorpresa de Pomodoro, el rey le ordenó que él también partiera. El
plan del consejero había fracasado porque el rey lo enviaba a cuidar a los
jóvenes recién casados y así lo alejaba del palacio.
Los tres navegaron mar adentro.
Zerbino cantaba de cara al océano: nuevas palabras, antes desconocidas, parecían
adueñarse de su voz. El joven esposo tomó las manos de la princesa y se sintió
enamorado, ya que también lo embargaban sentimientos nuevos. Le dijo:
-Quisiera que un diamante
brillara en tu dedo como un anillo de boda.
De inmediato, un pez saltó sobre
las olas, trayendo desde las profundidades una piedra preciosa. El consejero,
que era astuto, se dio cuenta de que lo deseos de Zerbino, como por arte de
magia, se hacían realidad. Y decidió aprovecharse de la ingenuidad del leñador.
Pomodoro se lamentó:
-Se está escondiendo el sol. Qué
pena que la princesa no tenga un palacio en tierra firme donde pasar la noche.
Zerbino miró a la princesa y nada
dijo. El consejero insistía. El cielo ya se había oscurecido. El leañador,
cansados de los reclamos del consejero y fatigado por la larga jornada, pensó
en voz alta:
-Ojalá hubiera un palacio aquí
cerca, en tierra firme…
De inmediato, se encendieron
luces en una isla cercana y la embarcación se dirigió hacia allá. Una vez en el
palacio, Pomodoro se encargó de conseguir todo lo que deseaba a través de
engaños: comodidades, riquezas… El leñador terminó otorgando, sin darse cuenta,
todos los pedidos al consejero, que lo hacía desear lo que en realidad él
deseaba. Pero ni Zerbino ni la princesa eran felices porque, a pesar de que
estaban realmente enamorados -más allá del encantamiento del hada-, extrañaban
su vida anterior. Pomodoro insistía cada vez más y más, y atormentaba a Zerbino
con sus exigencias. El leñador, harto del consejero, le dijo un día:
-¡Ojalá te fueras al fin del
mundo!
El deseo del leñador se cumplió y
Pomodoro salió disparado como una flecha del palacio… Nunca más volvieron a
verlo. Zerbino y la princesa regresaron a Salerno. Se reencontraron el rey y
vivieron en una casa cercana al palacio. El hada, entonces, rompió el hechizo:
ya no era necesario. Durante el día, el leñador volvió al bosque y entonaba las
viejas canciones de la infancia y las nuevas canciones del mar, envuelto en la
música de las palabras. Lo disfrutaba, pero también anhelaba volver a su casa
por la noche para estar junto a la mujer amada, sin necesidad de deseos
impuestos por la magia para poder ser feliz.

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