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Los tigres de Mompracem

Ilustración: Sandokán, el Tigre de la Malasia

Los tigres de Mompracem

Fragmentos[1]

Relato enmarcado de: Beatriz Actis - "Cuando se va el verano"

I

En la noche del 20 de diciembre de 1849, un huracán feroz y despiadado azotó la isla de Mompracem, ubicada en el Mar de Malasia, a unos centenares de kilómetros de Borneo. La isla era una guarida de piratas.

No se distinguía en la zona ninguna luz, excepto en un par de ventanas de una fortificación construida en la roca que se enfrentaba al vacío, de cara al mar.

Era inevitable pensar, ante semejante visión, quién podría estar despierto en aquel lugar salvaje, en aquella noche de tormenta furiosa, en aquellas horas de desasosiego…

La construcción imponente -sobre la que se agitaba una bandera roja con el dibujo de la cabeza de un tigre- se alzaba sobre un conjunto de terraplenes que formaba una trinchera plagada de armas abandonadas y de huesos humanos.

Las ventanas iluminadas correspondían a una de las paredes del edificio, que era nada más ni anda menos que la vivienda que servía de refugio a los piratas de Mompracem.

En el cuarto, una mesa de ébano ocupaba el centro; tenía adornos de nácar y de plata, y estaba cubierta por copas y botellones de cristal que destellaban con la luz de las lámparas.

Las paredes se encontraban revestidas por tapices de Persia y por mantos de terciopelo con hilos de oro suntuosos, aunque, en parte, estropeados.

De los grandes armarios asomaban piedras preciosas y perlas de Ceilán; también objetos sagrados, pero algunos de ellos estaban rotos.

Todo lo allí reunido era valioso; sin embargo, estaba mezclado y desordenado. Parecía que había sido debajo en aquel lugar con apuro o sin haber sido tratado con la debida precaución.

En medio de aquel exótico escenario, un hombre estaba sentado sobre un sillón bajo y amplio, algo deteriorado también.

Contemplaba, pensativo, la luz que irradiaba una de las lámparas.

Su apariencia era temible. Era alto y musculoso, el cabello le llegaba hasta los hombros y la barba le crecía negra y tupida, sobre un rostro ligeramente bronceado, de varonil y rara belleza.

Su mirada era penetrante. Iba vestido con una lujosa chaqueta de terciopelo azul con ribetes dorados, y colgaba una cimitarra reluciente.

Todo en él resultaba desafiante y enérgico. De pronto, dijo con voz grave:

- ¡Es medianoche y no ha vuelto todavía!

El hombre de figura amenazante salió al exterior y caminó con paso firme a través de la trinchera. Se detuvo al borde la gran roca a cuyo pie se debatían las olas del mar. Permaneció allí durante un breve momento y enseguida regresó a la casa.

Se quedó un rato quieto, escuchando a través de la puerta entreabierta, y de inmediato -debido a que oyó un sonido familiar- volvió a salir a toda prisa, justo cuando un relámpago iluminaba la silueta de un pequeño barco que ingresaba en la bahía.

- ¡Es él! -murmuró, aliviado-. Ya era hora.

Pocos minutos después, se le aproximó alguien envuelto en una capa y con una carabina cruzada en bandolera.

- ¡Yáñez! -dijo el hombre que aguardaba en la trinchera, abrazando con fuerza al recién llegado.

- ¡Sandokán! -exclamó el otro, con acento extranjero-. ¡Qué noche del infierno, hermano!

Entraron. Ya en la habitación atiborrada de objetos lujosos, Sandokán llenó dos copas y ambos brindaron.

Yáñez tenía poco más de treinta años, es decir, era algo mayor que su compañero.

Robusto, de piel clara, ojos grises y astutos, tenía aspecto latino (era portugués). Había algo en su expresión que indicaba que poseía una voluntad de hierro.

De repente, Sandokán preguntó:

- ¿Has visto a la muchacha de los cabellos de oro?

Su voz delataba una emoción contenida.

-No, aunque averigüé todo lo que necesitaba saber.

- ¿Pero fuiste a Labuán?

-Sí, lo que sucede es que sus costas están vigiladas por los ingleses (ellos bien e Labuán es la isla principal de estos mares) y a nosotros se nos hace difícil desembarcar. La muchacha, comentan, es increíblemente hermosa y por eso la llaman la “Perla de Labuán”. Dicen que tiene los ojos azules como el océano y la piel pálida como el alabastro. Y parece ser familiar del mismísimo gobernador de Labuán.

Sandokán, ante estas noticias, no dijo ni una palabra, destellaban con furia, como los relámpagos de la noche de Mompracem.

Era el líder de los piratas más temidos, más feroces. El hombre valiente y audaz que, desde hacía diez años, ensangrentaba las costas de aquella región en el sudeste de Asia. Por eso lo llamaban el “Tigre de la Malasia”.

-Yáñez -preguntó el jefe con un tono grave, helado-, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?

-Se fortifican -respondió con exactitud el portugués.

-Tal vez están tramando algo en contra de mí.

-Eso es lo que creo.

- ¡Que no se atrevan los ingleses a desafiar a los piratas en su propia casa! Y si lo hace, ¡el Tigre los destruirá y beberá su sangre! Dime, Yáñez, hermano, ¿qué es lo que dicen?

-Que ya es hora de terminar con un pirata tan osado. ¡Quieren ahorcarte! Creo que hasta perderían todas sus naves con tal de poder hacerlo. Te odian porque sus aldeas fueron saqueadas por los hombres que comandan; sus fuertes tienen marcas de tus balas; el mar está tapizado de las embarcaciones que has hecho naufragar…

-Es verdad, pero ¿de quién ha sido la culpa? ¿Es que acaso no fueron ellos quienes me destronaron y asesinaron a mi familia? ¿Qué daño les había causado yo?

Se hizo un breve silencio en el que tanto Sandokán como Yáñez parecieron recordar la historia del “Tigre de la Malasia”, quien no fue siempre un pirata.

Cuando tenía veinte años era un príncipe y ascendió al trono de Mulder, al norte de Borneo. Pero pronto comenzó a demostrar su ambición y fortaleza, conquistando los reinos cercanos.

Entonces, los europeos -que deseaban mantener su poder en la región- se sintieron amenazados y se aliaron con un sultán para derrocarlo. No solo lo traicionaron, sino que asesinaron a su madre y a sus hermanos y hermanas.

El joven Sandokán, en un principio, se resistió, pero al tiempo acabó siendo vencido por sus adversarios.

Perseguido, se refugió en la isla de Mompracem. Se dedicó a piratear por el Mar de Malasia al mando de un grupo de valientes que no lo había abandonado.

El actual pirata concluyó, tras aquel momento de permanecer callado:

-Por eso juré vengarme, y por eso seguiré siendo despiadado con mis enemigos. Sin embargo, espero que alguien reconozca que también he sido justo y generoso.

-Muchísimas veces lo fuiste -afirmó Yáñez-. Pueden decirlo las mujeres que podrías haber tomado prisioneras y, sin embargo, llevaste a los puertos de los hombres blancos para que estén a salvo (a riesgo de que tu propio barco se fuera a pique) …

Y continuó enumerando:

-Pueden decirlo las tribus más débiles, que defendiste del ataque de las que eran más fuertes… O los marinos que rescataste de los naufragios… Y tantos otros… Pero, ¿qué quieres decir con esto, qué te propones?

Sandokán no respondió. Ante esto, Yáñez amenazó con irse. Entonces, el “Tigre de la Malasia” pareció reaccionar. Dijo, con un gesto de estremecimiento en la cara:

-Quiero ir a Labuán.

El portugués protestó:

- ¡A Labuán, justo a ese lugar, cuando eres ahí el más buscado! Condenada mujer… Maldigo al pirata que te habló de su belleza.

- ¿Tanto te llama la atención de mi deseo?

-Sí, nada justifica ir al lugar en donde complotan tus enemigos; es una verdadera locura.

Sandokán bebió de un sorbo, con furia, otra copa de licor. Luego dijo, ya con voz más calmada:

-Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán, aunque, como me adviertes, signifique entrar en la boca del lobo. Una voz interior me dice que debo conocer a la muchacha de los cabellos de oro.

II

Al día siguiente, antes de que amaneciera, Sandokán y sus piratas -a quienes llamaba “tigrecitos”- partieron hacia Labuán.

La flota que salió de Mompracem estaba formada por dos praos, los tradicionales barcos malayos, largos y estrechos, que Sandokán habían modificado para el combate, volviéndonos más amplios y veloces.

Los tripulantes eran cincuenta; su jefe los había seleccionado entre los trescientos hombres que formaban parte de los “tigrecitos”. Todos se mostraban aguerridos y feroces.

Sandokán iba vestido con su traje de guerra, armado con una cimitarra con empuñadura de oro, una carabina india y un kriss, puñal de hoja ondulada que, además, estaba envenenada. Se despidió de Yáñez con un abrazo.

El camino que los esperaba a través del mar iba a estar plagado de escenas estremecedoras, de acontecimientos, de peligrosas sorpresas… Y de sangre

***

En aquellos años, Labuán estaba habitada por unos mil malayos y unos doscientos europeos; sin embargo, a pesar de ser menos, estos últimos gobernaban el lugar.

La isla era, casi en su totalidad, una jungla. Para protegerse de los piratas, los ingleses habían construido, en la ribera, el fuerte Victoria. Y hacia allí se encaminaba Sandokán…

Los praos se internaron por un riacho interior para poder arribar a la costa sin ser vistos.

Los “tigrecitos” ocultaron las naves entre los árboles y la tupida vegetación. Las dejaron al cuidado de unos centinelas y Sandokán, junto al resto de sus hombres, partió a explorar el lugar. Lo seguía de cerca Patán, el malayo, su segundo al mando de la expedición; ambos se adentraron por uno de los senderos de la selva, mientras el resto del grupo tomaba otro rumbo.

Al rato de caminar, oyeron ladridos. Se encontraron con un hombre negro que sujetaba a un perro de caza.

- ¿Adónde vas? -le cortó el paso Sandokán.

-Sigo la pista de un tigre -respondió el hombre.

-Detente y dime, ¿has oído hablar de la muchacha la que llaman la “Perla de Labuán”?

- ¿Quién no? Ella no solo es bella sino bondadosa. Creo que no hay mujer que pueda igualarla.

El “Tigre” se estremeció al oír estas palabras.

- ¿Y dónde vive?

-A dos kilómetros de aquí, en medio de la pradera.

Le dio un puñado de oro y, tras dejarlo marchar, dijo a Patán:

-Esperaremos la llegada de la noche para ir hasta allá y espiar por los alrededores.

Pero no pudieron hacerlo porque, pasado un tiempo, escucharon -no tan lejos de donde estaban- ruidos de cañones y comprendieron que sus compañeros estaban en peligro. Sandokán, seguido por Patán, corrió hacia el lugar en donde habían dejado las embarcaciones.

Allí se reunieron con el resto de la expedición, que hasta hacía poco recorría otros senderos de la jungla, pero, como ellos, había regresado al escuchar los cañonazos.

- ¡Los ingleses nos descubrieron y nos atacan! -vociferó Giro-Batol, el javanés, al mando de una de las naves.

En efecto, un gran barco con artillería se acercaba a la desembocadura del riacho para cortarles la salida hacia el mar.

- ¿Los ingleses atacan? ¡Entonces les enseñaremos cómo se defienden los “Tigres de Mompracem” -arengó Sandokán a sus hombres!

Y comenzó la luz.

La nave inglesa, imponente, se acercaba a toda máquina mientras los praos avanzaban hacia él desde el riacho hacia el mar abierto.

Pronto comenzaron a cruzarse cañonazos de un lado y del otro. Aunque era evidente la superioridad europea de las armas, la fuerza de los piratas y su valentía hicieron que, en un principio, la lucha fuese pareja y, siempre, encarnizada.

En las embarcaciones piratas -que ya tenían el agua en sus bodegas- una suerte de locura se apoderó de los tripulantes: todos estaban dispuestos a vencer o morir. Y fue el fiel Patán quien murió al pie de su cañón. Otro artillero, cumpliendo las reglas urgentes de la guerra, ocupó su puesto de inmediato.

Entre los de Mompracem había muchos heridos graves, tendidos entre manchas y regueros de sangre, y también se habían producido numerosas bajas en sus filas, además de la de Patán. Sin embargo, en las cubiertas de ambos praos, otros “tigres” seguían combatiendo.

La batalla era cruel, Sandokán, cimitarra en mano, la cabellera al viento, alentaba a los suyos con gritos como rugidos que se imponían al estruendo de los fogonazos.

Tras unos veinte minutos, el barco inglés se alejó aún más mar adentro para evitar ser abordado por Sandokán y su gente. Pero el “Tigre”, en una última maniobra, apuntó el cañón y disparó. El palo mayor de la nave enemiga se precipitó al mar y con él arrastró a varios marinos.

En el estado en que se encontraban, los ingleses no podrían seguirlo. No solo el buque estaba averiado, sino que, tan cerca de la costa, si se acercaba, corría peligro de encallar.

Los piratas aprovecharon esa ventaja para embarcar a los sobrevivientes en el único prao que, a duras penas, seguía flotando, casi abandonado a las olas, el que comandaba Giro-Batol.

- ¡Ahora, a toda prisa, a la costa! -gritó el jefe.

Volvieron a adentrarse en el riacho y se detuvieron sobre un banco de arena. Los que quedaban vivos querían retornar a la lucha, pero Sandokán advirtió que la estrategia era reparar la nave y tratar de partir lo más silenciosamente que fuera posible:

-Está a punto de ponerse el sol. Pronto caerán las tinieblas. Todo el mundo debe ponerse a trabajar para que esté lista la nave y podamos volver al mar.

Sin embargo, ese plan no pudo llevarse a cabo del todo, ay que los piratas fueron descubiertos por sus enemigos cuando, reparado el prao, navegaban en medio de la oscuridad.

- ¡Moriremos como héroes! -gritó Sandokán.

- ¡Viva el “Tigre de la Malasia”! -aullaron sus hombres, quienes nunca habían estado de acuerdo con la anterior estrategia de encarar la retirada.

El jefe se puso frente al timón y dirigió la púnica nave que les quedaba directo hacia el buque de los ingleses. La idea era abordarlo, a pesar de lo descabellada que resultaba por la disparidad de fuerzas entre los contrincantes.

Enseguida estallaron los cañones y, en medio del infierno, el prao resultó destrozado y solo quedaron vivos doce piratas de Mompracem, incluido su jefe.

Antes de sucumbir, la nave de Sandokán se incrustó en una de las ruedas del vapor y por allí treparon los de Mompracem hasta la cubierta. Se abrieron paso entre los enemigos peleando con fiereza. Hasta que el “Tigre de la Malasia” fue alcanzado por un disparo de fusil, sin que sus hombres pudieran hacer nada por evitarlo.

Malherido, se puso de pie, derribó con la empuñadura de la cimitarra a un marino que intentaba detenerlo, se arrojó de cabeza al mar a través de la borda y desapareció en las aguas negras como la noche.

III

Tras haberse arrojado por la borda, Sandokán nadó en medio de la noche.

Desde la nave inglesa los tripulantes iluminaban el mar con faroles para intentar divisarlo. La embarcación giró: se trataba de un vapor de ruedas y con ellas intentaron destrozar el cuerpo del pirata. Pero nada lograron los enemigos del “Tigre”.

Aquel hombre valiente y audaz, de una voluntad inquebrantable, sacó fuerzas de su debilidad y pudo alejarse del lugar hasta que consiguió aferrarse a un madero que flotaba, el vestigio de su propia nave destrozada que lo salvó una vez más. Dejó, entonces, que la corriente lo llevara.

Los ingleses lo dieron por ahogado y se alejaron del lugar. Sandokán llegó a la costa de Labuán cuando amanecía.

En la playa, fatigado, lavó la herida y la vendó con los restos de su camisa, con los que hizo tiras. Estaba semidesnudo y solo le quedaba un arma, el kriss, atada a la cintura por una faja que no se había desprendido en medio de tantas peripecias y desventuras.

Se echó debajo de una palmera a descansar e intentar reponerse, al tiempo que murmuraba: “Me sanaré”. Transcurrieron dos días en los que la fiebre le produjo gran dolor. En pleno delirio de aullidos y de fantasmas, se levantó y se lanzó a correr por un sendero de la selva, enloquecido. Agitaba el kriss, echando maldiciones, perdido, hasta que, al fin, cayó desmayado.

Cuando volvió en sí, vio con incredulidad que no se hallaba bajo el cielo abierto. Se encontraba en una habitación con las paredes cubiertas de un empapelado con dibujos de flores, tendido en una cama cómoda y mullida. Estaba solo.

El cuarto, amplio y elegante, iluminado por grandes ventanas que permitían contemplar los árboles, tenía en un rincón un piano; en otro, un caballete con un cuadro que representaba una marina; cerca de la cama, una pequeña mesa con un libro abierto, del que asomaba una flor disecada.

Entre esos elementos tan ajenos, Sandokán reconoció su kriss. Al mismo tiempo, escuchó desde una habitación cercana el sonido de una mandolina.

- ¿Dónde estaré? -pensó, con intriga y asombro-. ¿En casa de amigos o de enemigos? ¿Quién habrá curado mi herida?

Movido por la curiosidad, tomó el libro. Leyó el nombre impreso en letras de oro en la cubierta.

-Mariana…

Se sintió agitado y lo ganó una emoción hasta entonces desconocida.

Alzó la flor que se escondía entre las páginas y la contempló largo rato, e incluso la olió. Trató de no estropearla con sus dedos rústicos, habituados a la frialdad de la empuñadura de la cimitarra. Experimentó otra vez una sensación extraña, una especie de estremecimiento que lo llevó a colocar la flor en el mismo lugar en que la había encontrado y cerrar el libro, Aunque hubiera querido tenerla entre sus manos mucho tiempo más.

En ese instante se abrió la puerta y entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con aspecto europeo. En su manera de actuar se adivinaba el hábito del mando.

-Me alegra verlo recuperado -dijo-. Durante tres días, el delirio no lo dejó en paz.

- ¡Tres días! -exclamó Sandokán-. ¿Hace tanto que estoy aquí? ¿Esto no es un sueño?

-No, no loes. Es la realidad y está al cuidado de personas que intentan que se recupere.

- ¿Quién es usted?

-Soy lord James Guillonk, capitán de navío al servicio de su Majestad la Reina Victoria.

Sandokán disimuló el odio que sentía hacia loa ingleses y el efecto general que le produjeron las palabras de lord Guillonk, y dijo con una ironía que su anfitrión no podía comprender:

-Le doy las gracias, milord, por todo lo que ha hecho por mí, por un desconocido que podría ser, tal vez, un enemigo mortal.

-Era mi deber recoger en mi casa a un hombre malherido. ¿Cómo se siente?

-Me siento bastante fuerte, sin ningún dolor.

-Mejor así. Pero ¿quién lo hirió, y de esa manera?

Además de la bala que se le extrajo del pecho, tenía el cuerpo lleno de heridas de arma blanca.

Sandokán, en medio de la tensa situación, dudó por un segundo pero no perdió la calma y respondió:

-Sinceramente, no lo sé. Solo alcancé a ver a un grupo de hombres que abordaba durante la noche mi barco y mataba a mis marineros. ¿Quiénes eran? Repito que no lo sé. Tras el primer ataque, caí al mar, cubierto de heridas.

-No caben dudas de que fue atacado por los Tigres de la Malasia -dijo lord James.

- ¡Los piratas! -exclamó Sandokán.

-Sí, los de Mompracem, porque hace tres días merodeaban por las cercanías de la isla. Los destruyó uno de nuestros barcos. ¿Por dónde lo asaltaron?

-En los alrededores de las Romades.

- ¿Y llegó nadando hasta qué, hasta estas costas?

-Sí, pude aferrarme a un madero, un fragmento del barco. ¿Dónde me encontraron?

-Tendido en la playa, presa del delirio. ¿Adónde se dirigía cuando lo asaltaron?

Sandokán sabía que su vida dependía esta vez no de la destreza de su espada sino de otro tipo de astucia, como inventar una historia verosímil para que lord Guillonk creyera. Entonces dijo:

-Iba a llevar unos regalos al sultán de Verauni, de parte de mi hermano, el sultán de Shaja.

- ¡Pues es usted un príncipe malayo! -exclamó el anfitrión tendiéndole la mano, que Sandokán estrechó después de una brevísima vacilación.

-Sí, milord.

-Es muy grato brindarle hospitalidad. Cuando se recupere plenamente, podremos ir juntos a saludar al sultán de Verauni.

-Sí, y …

Se detuvo porque volvieron a escucharse, desde una habitación cercana, los acordes de la mandolina.

- ¿Quién toca? -preguntó, ganado nuevamente por una rara agitación.

El lord le hizo una seña para que se acostara y salió del cuarto.

Sandokán sintió que su cuerpo temblaba y que el corazón le latía con violencia.

- ¿Qué me sucede? -se preguntaba, extrañando ante su propia reacción-. ¿Estoy delirando otra vez?

Enseguida vio entrar al lord. Pero no venía solo. Lo acompañaba una joven muy hermosa. El “Tigre”, al verla, no pudo disimular la mirada de admiración.

La muchacha tenía diecisiete años, era menuda y esbelta. Se movía con elegancia. Su piel era fresca, sus ojos azules, el cabello rubio.

El hombre que habitaba bajo el pirata feroz de la Malasia quedó fascinado ante aquella joven mujer. Por primera vez sintió que su corazón ardía y que el fuego corría por sus venas, y eso, por contemplar la belleza de aquella flor que, pensó, crecía en los bosques de Labuán.

Lord James pareció percibir su turbación, porque le preguntó:

- ¿Se siente bien?

- ¡Sí, sí! -contestó enérgicamente Sandokán.

-Entonces, permítame que le presente a mi sobrina, lady Mariana Guillonk.

- ¡Mariana Guillonk! -repitió el “Tigre” en voz alta, sin poder evitarlo.

- ¿Qué tiene de particular mi nombre? -preguntó la joven con una sonrisa-. ¡Es como si lo hubiera sorprendido!

Sandokán no había escuchado nunca una voz tan dulce (sus oídos estaban acostumbrados al estruendo de los cañones y a los gritos de guerra de los combatientes).

-Es que creo haberlo oído antes -dijo con voz anhelante.

- ¿A quién? -preguntó el lord.

-En realidad, lo leí en el libro, sobre la mesa… -hizo una pausa-. Pero sé que tiene otro nombre, además de ese.

- ¿Cuál? -preguntaron al mismo tiempo el lord y su sobrina.

- ¡No puede ser más que usted la dama a la que los indígenas llaman la “Perla de Labuán”!

- ¿Cómo es posible -preguntó el lord- que conozca ese apodo, si viene usted de la lejana península malaya?

-No lo escuché en mi tierra -respondió Sandokán, que había estado a punto de cometer una equivocación que, por poco, lo traiciona-, sino en las Romades, en cuyas playas desembarqué hace días. Allí me hablaron de una joven de incomparable belleza, como una amazona, pero también delicada como una flor.

- ¿Es cierto que me atribuyen todos esos méritos? -dijo Mariana, entre risas.

- Sí, y ahora veo que decían la verdad -afirmó el pirata con tono apasionado.

-Querida sobrina -dijo el lord-, ¿vas a enamorar también a nuestro huésped?

- ¡Sin duda! -exclamó Sandokán-. Y cuando regrese a mi tierra, diré a mis compatriotas que fue una muchacha de Labuán quien conmovió el corazón de un hombre que creía tenerlo invulnerable.

Mariana, al volver a ver a Sandokán, pero sin conocer aún su verdadera identidad, le dijo:

-Sea quien sea, debo confesarle que el amor que encendió mi corazón no se apagará nunca. ¿Pero quién es usted, cuál es su nombre’

-Mariana, ¿has oído hablar del pirata que es azote de los navegantes en el mar que baña las costas de las islas malayas…? ¿Has escuchado mencionar a Sandokán, al que apodan el “Tigre”? ¡Mírame a la cara! ¡Ese hombre soy yo!

La joven dio un grito y se cubrió la boca con las manos. Después dijo, con un arrebato que hizo que dejase de tratarlo de “usted” (trato que había marcado, hasta ese momento, una formal distancia entre los dos).

-No puedo condenarte porque te amo demasiado. Eres poderoso como el huracán que agita el océano. Eres un héroe.

EL pirata la atrajo contra su pecho.

-Ven conmigo -le pidió.

-Lo haré, pero no ahora porque estás en peligro -respondió Mariana-. Huye. Mi amor es eterno.



[1] Salgari, Emilio, Los tigres de Mompracem: Una aventura de Sandokán, versión de Beatriz Actis, Buenos Aires, La Estación, 2016.


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