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| Ilustración: Sandokán, el Tigre de la Malasia |
Fragmentos[1]
Relato enmarcado de: Beatriz Actis - "Cuando se va el verano"
I
En la noche del 20 de diciembre
de 1849, un huracán feroz y despiadado azotó la isla de Mompracem, ubicada en
el Mar de Malasia, a unos centenares de kilómetros de Borneo. La isla era una
guarida de piratas.
No se distinguía en la zona
ninguna luz, excepto en un par de ventanas de una fortificación construida en
la roca que se enfrentaba al vacío, de cara al mar.
Era inevitable pensar, ante
semejante visión, quién podría estar despierto en aquel lugar salvaje, en
aquella noche de tormenta furiosa, en aquellas horas de desasosiego…
La construcción imponente -sobre
la que se agitaba una bandera roja con el dibujo de la cabeza de un tigre- se
alzaba sobre un conjunto de terraplenes que formaba una trinchera plagada de
armas abandonadas y de huesos humanos.
Las ventanas iluminadas
correspondían a una de las paredes del edificio, que era nada más ni anda menos
que la vivienda que servía de refugio a los piratas de Mompracem.
En el cuarto, una mesa de ébano
ocupaba el centro; tenía adornos de nácar y de plata, y estaba cubierta por
copas y botellones de cristal que destellaban con la luz de las lámparas.
Las paredes se encontraban
revestidas por tapices de Persia y por mantos de terciopelo con hilos de oro
suntuosos, aunque, en parte, estropeados.
De los grandes armarios asomaban
piedras preciosas y perlas de Ceilán; también objetos sagrados, pero algunos de
ellos estaban rotos.
Todo lo allí reunido era valioso;
sin embargo, estaba mezclado y desordenado. Parecía que había sido debajo en
aquel lugar con apuro o sin haber sido tratado con la debida precaución.
En medio de aquel exótico
escenario, un hombre estaba sentado sobre un sillón bajo y amplio, algo
deteriorado también.
Contemplaba, pensativo, la luz
que irradiaba una de las lámparas.
Su apariencia era temible. Era
alto y musculoso, el cabello le llegaba hasta los hombros y la barba le crecía
negra y tupida, sobre un rostro ligeramente bronceado, de varonil y rara
belleza.
Su mirada era penetrante. Iba
vestido con una lujosa chaqueta de terciopelo azul con ribetes dorados, y
colgaba una cimitarra reluciente.
Todo en él resultaba desafiante y
enérgico. De pronto, dijo con voz grave:
- ¡Es medianoche y no ha vuelto
todavía!
El hombre de figura amenazante
salió al exterior y caminó con paso firme a través de la trinchera. Se detuvo
al borde la gran roca a cuyo pie se debatían las olas del mar. Permaneció allí
durante un breve momento y enseguida regresó a la casa.
Se quedó un rato quieto,
escuchando a través de la puerta entreabierta, y de inmediato -debido a que oyó
un sonido familiar- volvió a salir a toda prisa, justo cuando un relámpago
iluminaba la silueta de un pequeño barco que ingresaba en la bahía.
- ¡Es él! -murmuró, aliviado-. Ya
era hora.
Pocos minutos después, se le
aproximó alguien envuelto en una capa y con una carabina cruzada en bandolera.
- ¡Yáñez! -dijo el hombre que
aguardaba en la trinchera, abrazando con fuerza al recién llegado.
- ¡Sandokán! -exclamó el otro,
con acento extranjero-. ¡Qué noche del infierno, hermano!
Entraron. Ya en la habitación
atiborrada de objetos lujosos, Sandokán llenó dos copas y ambos brindaron.
Yáñez tenía poco más de treinta
años, es decir, era algo mayor que su compañero.
Robusto, de piel clara, ojos
grises y astutos, tenía aspecto latino (era portugués). Había algo en su
expresión que indicaba que poseía una voluntad de hierro.
De repente, Sandokán preguntó:
- ¿Has visto a la muchacha de los
cabellos de oro?
Su voz delataba una emoción
contenida.
-No, aunque averigüé todo lo que
necesitaba saber.
- ¿Pero fuiste a Labuán?
-Sí, lo que sucede es que sus
costas están vigiladas por los ingleses (ellos bien e Labuán es la isla
principal de estos mares) y a nosotros se nos hace difícil desembarcar. La
muchacha, comentan, es increíblemente hermosa y por eso la llaman la “Perla de
Labuán”. Dicen que tiene los ojos azules como el océano y la piel pálida como
el alabastro. Y parece ser familiar del mismísimo gobernador de Labuán.
Sandokán, ante estas noticias, no
dijo ni una palabra, destellaban con furia, como los relámpagos de la noche de
Mompracem.
Era el líder de los piratas más
temidos, más feroces. El hombre valiente y audaz que, desde hacía diez años,
ensangrentaba las costas de aquella región en el sudeste de Asia. Por eso lo
llamaban el “Tigre de la Malasia”.
-Yáñez -preguntó el jefe con un
tono grave, helado-, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?
-Se fortifican -respondió con
exactitud el portugués.
-Tal vez están tramando algo en
contra de mí.
-Eso es lo que creo.
- ¡Que no se atrevan los ingleses
a desafiar a los piratas en su propia casa! Y si lo hace, ¡el Tigre los
destruirá y beberá su sangre! Dime, Yáñez, hermano, ¿qué es lo que dicen?
-Que ya es hora de terminar con
un pirata tan osado. ¡Quieren ahorcarte! Creo que hasta perderían todas sus
naves con tal de poder hacerlo. Te odian porque sus aldeas fueron saqueadas por
los hombres que comandan; sus fuertes tienen marcas de tus balas; el mar está
tapizado de las embarcaciones que has hecho naufragar…
-Es verdad, pero ¿de quién ha
sido la culpa? ¿Es que acaso no fueron ellos quienes me destronaron y
asesinaron a mi familia? ¿Qué daño les había causado yo?
Se hizo un breve silencio en el
que tanto Sandokán como Yáñez parecieron recordar la historia del “Tigre de la
Malasia”, quien no fue siempre un pirata.
Cuando tenía veinte años era un
príncipe y ascendió al trono de Mulder, al norte de Borneo. Pero pronto comenzó
a demostrar su ambición y fortaleza, conquistando los reinos cercanos.
Entonces, los europeos -que
deseaban mantener su poder en la región- se sintieron amenazados y se aliaron
con un sultán para derrocarlo. No solo lo traicionaron, sino que asesinaron a
su madre y a sus hermanos y hermanas.
El joven Sandokán, en un
principio, se resistió, pero al tiempo acabó siendo vencido por sus
adversarios.
Perseguido, se refugió en la isla
de Mompracem. Se dedicó a piratear por el Mar de Malasia al mando de un grupo
de valientes que no lo había abandonado.
El actual pirata concluyó, tras
aquel momento de permanecer callado:
-Por eso juré vengarme, y por eso
seguiré siendo despiadado con mis enemigos. Sin embargo, espero que alguien
reconozca que también he sido justo y generoso.
-Muchísimas veces lo fuiste
-afirmó Yáñez-. Pueden decirlo las mujeres que podrías haber tomado prisioneras
y, sin embargo, llevaste a los puertos de los hombres blancos para que estén a
salvo (a riesgo de que tu propio barco se fuera a pique) …
Y continuó enumerando:
-Pueden decirlo las tribus más
débiles, que defendiste del ataque de las que eran más fuertes… O los marinos
que rescataste de los naufragios… Y tantos otros… Pero, ¿qué quieres decir con
esto, qué te propones?
Sandokán no respondió. Ante esto,
Yáñez amenazó con irse. Entonces, el “Tigre de la Malasia” pareció reaccionar.
Dijo, con un gesto de estremecimiento en la cara:
-Quiero ir a Labuán.
El portugués protestó:
- ¡A Labuán, justo a ese lugar,
cuando eres ahí el más buscado! Condenada mujer… Maldigo al pirata que te habló
de su belleza.
- ¿Tanto te llama la atención de
mi deseo?
-Sí, nada justifica ir al lugar
en donde complotan tus enemigos; es una verdadera locura.
Sandokán bebió de un sorbo, con
furia, otra copa de licor. Luego dijo, ya con voz más calmada:
-Tienes razón, Yáñez. Sin
embargo, mañana iré a Labuán, aunque, como me adviertes, signifique entrar en
la boca del lobo. Una voz interior me dice que debo conocer a la muchacha de
los cabellos de oro.
II
Al día siguiente, antes de que
amaneciera, Sandokán y sus piratas -a quienes llamaba “tigrecitos”- partieron
hacia Labuán.
La flota que salió de Mompracem
estaba formada por dos praos, los tradicionales barcos malayos, largos y
estrechos, que Sandokán habían modificado para el combate, volviéndonos más
amplios y veloces.
Los tripulantes eran cincuenta;
su jefe los había seleccionado entre los trescientos hombres que formaban parte
de los “tigrecitos”. Todos se mostraban aguerridos y feroces.
Sandokán iba vestido con su traje
de guerra, armado con una cimitarra con empuñadura de oro, una carabina india y
un kriss, puñal de hoja ondulada que, además, estaba envenenada. Se despidió de
Yáñez con un abrazo.
El camino que los esperaba a
través del mar iba a estar plagado de escenas estremecedoras, de
acontecimientos, de peligrosas sorpresas… Y de sangre
***
En aquellos años, Labuán estaba
habitada por unos mil malayos y unos doscientos europeos; sin embargo, a pesar
de ser menos, estos últimos gobernaban el lugar.
La isla era, casi en su
totalidad, una jungla. Para protegerse de los piratas, los ingleses habían
construido, en la ribera, el fuerte Victoria. Y hacia allí se encaminaba
Sandokán…
Los praos se internaron por un
riacho interior para poder arribar a la costa sin ser vistos.
Los “tigrecitos” ocultaron las
naves entre los árboles y la tupida vegetación. Las dejaron al cuidado de unos
centinelas y Sandokán, junto al resto de sus hombres, partió a explorar el
lugar. Lo seguía de cerca Patán, el malayo, su segundo al mando de la
expedición; ambos se adentraron por uno de los senderos de la selva, mientras
el resto del grupo tomaba otro rumbo.
Al rato de caminar, oyeron
ladridos. Se encontraron con un hombre negro que sujetaba a un perro de caza.
- ¿Adónde vas? -le cortó el paso
Sandokán.
-Sigo la pista de un tigre
-respondió el hombre.
-Detente y dime, ¿has oído hablar
de la muchacha la que llaman la “Perla de Labuán”?
- ¿Quién no? Ella no solo es
bella sino bondadosa. Creo que no hay mujer que pueda igualarla.
El “Tigre” se estremeció al oír
estas palabras.
- ¿Y dónde vive?
-A dos kilómetros de aquí, en
medio de la pradera.
Le dio un puñado de oro y, tras
dejarlo marchar, dijo a Patán:
-Esperaremos la llegada de la
noche para ir hasta allá y espiar por los alrededores.
Pero no pudieron hacerlo porque,
pasado un tiempo, escucharon -no tan lejos de donde estaban- ruidos de cañones
y comprendieron que sus compañeros estaban en peligro. Sandokán, seguido por
Patán, corrió hacia el lugar en donde habían dejado las embarcaciones.
Allí se reunieron con el resto de
la expedición, que hasta hacía poco recorría otros senderos de la jungla, pero,
como ellos, había regresado al escuchar los cañonazos.
- ¡Los ingleses nos descubrieron
y nos atacan! -vociferó Giro-Batol, el javanés, al mando de una de las naves.
En efecto, un gran barco con
artillería se acercaba a la desembocadura del riacho para cortarles la salida
hacia el mar.
- ¿Los ingleses atacan? ¡Entonces
les enseñaremos cómo se defienden los “Tigres de Mompracem” -arengó Sandokán a
sus hombres!
Y comenzó la luz.
La nave inglesa, imponente, se
acercaba a toda máquina mientras los praos avanzaban hacia él desde el riacho
hacia el mar abierto.
Pronto comenzaron a cruzarse
cañonazos de un lado y del otro. Aunque era evidente la superioridad europea de
las armas, la fuerza de los piratas y su valentía hicieron que, en un
principio, la lucha fuese pareja y, siempre, encarnizada.
En las embarcaciones piratas -que
ya tenían el agua en sus bodegas- una suerte de locura se apoderó de los
tripulantes: todos estaban dispuestos a vencer o morir. Y fue el fiel Patán
quien murió al pie de su cañón. Otro artillero, cumpliendo las reglas urgentes
de la guerra, ocupó su puesto de inmediato.
Entre los de Mompracem había
muchos heridos graves, tendidos entre manchas y regueros de sangre, y también se
habían producido numerosas bajas en sus filas, además de la de Patán. Sin
embargo, en las cubiertas de ambos praos, otros “tigres” seguían combatiendo.
La batalla era cruel, Sandokán,
cimitarra en mano, la cabellera al viento, alentaba a los suyos con gritos como
rugidos que se imponían al estruendo de los fogonazos.
Tras unos veinte minutos, el
barco inglés se alejó aún más mar adentro para evitar ser abordado por Sandokán
y su gente. Pero el “Tigre”, en una última maniobra, apuntó el cañón y disparó.
El palo mayor de la nave enemiga se precipitó al mar y con él arrastró a varios
marinos.
En el estado en que se
encontraban, los ingleses no podrían seguirlo. No solo el buque estaba
averiado, sino que, tan cerca de la costa, si se acercaba, corría peligro de
encallar.
Los piratas aprovecharon esa
ventaja para embarcar a los sobrevivientes en el único prao que, a duras penas,
seguía flotando, casi abandonado a las olas, el que comandaba Giro-Batol.
- ¡Ahora, a toda prisa, a la
costa! -gritó el jefe.
Volvieron a adentrarse en el
riacho y se detuvieron sobre un banco de arena. Los que quedaban vivos querían
retornar a la lucha, pero Sandokán advirtió que la estrategia era reparar la
nave y tratar de partir lo más silenciosamente que fuera posible:
-Está a punto de ponerse el sol.
Pronto caerán las tinieblas. Todo el mundo debe ponerse a trabajar para que
esté lista la nave y podamos volver al mar.
Sin embargo, ese plan no pudo
llevarse a cabo del todo, ay que los piratas fueron descubiertos por sus
enemigos cuando, reparado el prao, navegaban en medio de la oscuridad.
- ¡Moriremos como héroes! -gritó
Sandokán.
- ¡Viva el “Tigre de la Malasia”!
-aullaron sus hombres, quienes nunca habían estado de acuerdo con la anterior
estrategia de encarar la retirada.
El jefe se puso frente al timón y
dirigió la púnica nave que les quedaba directo hacia el buque de los ingleses.
La idea era abordarlo, a pesar de lo descabellada que resultaba por la
disparidad de fuerzas entre los contrincantes.
Enseguida estallaron los cañones
y, en medio del infierno, el prao resultó destrozado y solo quedaron vivos doce
piratas de Mompracem, incluido su jefe.
Antes de sucumbir, la nave de
Sandokán se incrustó en una de las ruedas del vapor y por allí treparon los de
Mompracem hasta la cubierta. Se abrieron paso entre los enemigos peleando con
fiereza. Hasta que el “Tigre de la Malasia” fue alcanzado por un disparo de
fusil, sin que sus hombres pudieran hacer nada por evitarlo.
Malherido, se puso de pie,
derribó con la empuñadura de la cimitarra a un marino que intentaba detenerlo,
se arrojó de cabeza al mar a través de la borda y desapareció en las aguas
negras como la noche.
III
Tras haberse arrojado por la
borda, Sandokán nadó en medio de la noche.
Desde la nave inglesa los tripulantes
iluminaban el mar con faroles para intentar divisarlo. La embarcación giró: se
trataba de un vapor de ruedas y con ellas intentaron destrozar el cuerpo del
pirata. Pero nada lograron los enemigos del “Tigre”.
Aquel hombre valiente y audaz, de
una voluntad inquebrantable, sacó fuerzas de su debilidad y pudo alejarse del
lugar hasta que consiguió aferrarse a un madero que flotaba, el vestigio de su
propia nave destrozada que lo salvó una vez más. Dejó, entonces, que la
corriente lo llevara.
Los ingleses lo dieron por
ahogado y se alejaron del lugar. Sandokán llegó a la costa de Labuán cuando
amanecía.
En la playa, fatigado, lavó la
herida y la vendó con los restos de su camisa, con los que hizo tiras. Estaba
semidesnudo y solo le quedaba un arma, el kriss, atada a la cintura por una
faja que no se había desprendido en medio de tantas peripecias y desventuras.
Se echó debajo de una palmera a
descansar e intentar reponerse, al tiempo que murmuraba: “Me sanaré”.
Transcurrieron dos días en los que la fiebre le produjo gran dolor. En pleno
delirio de aullidos y de fantasmas, se levantó y se lanzó a correr por un
sendero de la selva, enloquecido. Agitaba el kriss, echando maldiciones,
perdido, hasta que, al fin, cayó desmayado.
Cuando volvió en sí, vio con
incredulidad que no se hallaba bajo el cielo abierto. Se encontraba en una
habitación con las paredes cubiertas de un empapelado con dibujos de flores,
tendido en una cama cómoda y mullida. Estaba solo.
El cuarto, amplio y elegante,
iluminado por grandes ventanas que permitían contemplar los árboles, tenía en
un rincón un piano; en otro, un caballete con un cuadro que representaba una
marina; cerca de la cama, una pequeña mesa con un libro abierto, del que
asomaba una flor disecada.
Entre esos elementos tan ajenos,
Sandokán reconoció su kriss. Al mismo tiempo, escuchó desde una habitación
cercana el sonido de una mandolina.
- ¿Dónde estaré? -pensó, con
intriga y asombro-. ¿En casa de amigos o de enemigos? ¿Quién habrá curado mi
herida?
Movido por la curiosidad, tomó el
libro. Leyó el nombre impreso en letras de oro en la cubierta.
-Mariana…
Se sintió agitado y lo ganó una
emoción hasta entonces desconocida.
Alzó la flor que se escondía
entre las páginas y la contempló largo rato, e incluso la olió. Trató de no
estropearla con sus dedos rústicos, habituados a la frialdad de la empuñadura
de la cimitarra. Experimentó otra vez una sensación extraña, una especie de
estremecimiento que lo llevó a colocar la flor en el mismo lugar en que la
había encontrado y cerrar el libro, Aunque hubiera querido tenerla entre sus
manos mucho tiempo más.
En ese instante se abrió la
puerta y entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con aspecto europeo. En
su manera de actuar se adivinaba el hábito del mando.
-Me alegra verlo recuperado
-dijo-. Durante tres días, el delirio no lo dejó en paz.
- ¡Tres días! -exclamó Sandokán-.
¿Hace tanto que estoy aquí? ¿Esto no es un sueño?
-No, no loes. Es la realidad y
está al cuidado de personas que intentan que se recupere.
- ¿Quién es usted?
-Soy lord James Guillonk, capitán
de navío al servicio de su Majestad la Reina Victoria.
Sandokán disimuló el odio que
sentía hacia loa ingleses y el efecto general que le produjeron las palabras de
lord Guillonk, y dijo con una ironía que su anfitrión no podía comprender:
-Le doy las gracias, milord, por
todo lo que ha hecho por mí, por un desconocido que podría ser, tal vez, un
enemigo mortal.
-Era mi deber recoger en mi casa
a un hombre malherido. ¿Cómo se siente?
-Me siento bastante fuerte, sin
ningún dolor.
-Mejor así. Pero ¿quién lo hirió,
y de esa manera?
Además de la bala que se le
extrajo del pecho, tenía el cuerpo lleno de heridas de arma blanca.
Sandokán, en medio de la tensa
situación, dudó por un segundo pero no perdió la calma y respondió:
-Sinceramente, no lo sé. Solo
alcancé a ver a un grupo de hombres que abordaba durante la noche mi barco y
mataba a mis marineros. ¿Quiénes eran? Repito que no lo sé. Tras el primer
ataque, caí al mar, cubierto de heridas.
-No caben dudas de que fue
atacado por los Tigres de la Malasia -dijo lord James.
- ¡Los piratas! -exclamó
Sandokán.
-Sí, los de Mompracem, porque
hace tres días merodeaban por las cercanías de la isla. Los destruyó uno de
nuestros barcos. ¿Por dónde lo asaltaron?
-En los alrededores de las
Romades.
- ¿Y llegó nadando hasta qué,
hasta estas costas?
-Sí, pude aferrarme a un madero,
un fragmento del barco. ¿Dónde me encontraron?
-Tendido en la playa, presa del
delirio. ¿Adónde se dirigía cuando lo asaltaron?
Sandokán sabía que su vida
dependía esta vez no de la destreza de su espada sino de otro tipo de astucia,
como inventar una historia verosímil para que lord Guillonk creyera. Entonces
dijo:
-Iba a llevar unos regalos al
sultán de Verauni, de parte de mi hermano, el sultán de Shaja.
- ¡Pues es usted un príncipe malayo!
-exclamó el anfitrión tendiéndole la mano, que Sandokán estrechó después de una
brevísima vacilación.
-Sí, milord.
-Es muy grato brindarle
hospitalidad. Cuando se recupere plenamente, podremos ir juntos a saludar al
sultán de Verauni.
-Sí, y …
Se detuvo porque volvieron a
escucharse, desde una habitación cercana, los acordes de la mandolina.
- ¿Quién toca? -preguntó, ganado
nuevamente por una rara agitación.
El lord le hizo una seña para que
se acostara y salió del cuarto.
Sandokán sintió que su cuerpo
temblaba y que el corazón le latía con violencia.
- ¿Qué me sucede? -se preguntaba,
extrañando ante su propia reacción-. ¿Estoy delirando otra vez?
Enseguida vio entrar al lord.
Pero no venía solo. Lo acompañaba una joven muy hermosa. El “Tigre”, al verla,
no pudo disimular la mirada de admiración.
La muchacha tenía diecisiete
años, era menuda y esbelta. Se movía con elegancia. Su piel era fresca, sus
ojos azules, el cabello rubio.
El hombre que habitaba bajo el
pirata feroz de la Malasia quedó fascinado ante aquella joven mujer. Por
primera vez sintió que su corazón ardía y que el fuego corría por sus venas, y
eso, por contemplar la belleza de aquella flor que, pensó, crecía en los
bosques de Labuán.
Lord James pareció percibir su
turbación, porque le preguntó:
- ¿Se siente bien?
- ¡Sí, sí! -contestó
enérgicamente Sandokán.
-Entonces, permítame que le
presente a mi sobrina, lady Mariana Guillonk.
- ¡Mariana Guillonk! -repitió el
“Tigre” en voz alta, sin poder evitarlo.
- ¿Qué tiene de particular mi
nombre? -preguntó la joven con una sonrisa-. ¡Es como si lo hubiera
sorprendido!
Sandokán no había escuchado nunca
una voz tan dulce (sus oídos estaban acostumbrados al estruendo de los cañones
y a los gritos de guerra de los combatientes).
-Es que creo haberlo oído antes
-dijo con voz anhelante.
- ¿A quién? -preguntó el lord.
-En realidad, lo leí en el libro,
sobre la mesa… -hizo una pausa-. Pero sé que tiene otro nombre, además de ese.
- ¿Cuál? -preguntaron al mismo
tiempo el lord y su sobrina.
- ¡No puede ser más que usted la
dama a la que los indígenas llaman la “Perla de Labuán”!
- ¿Cómo es posible -preguntó el
lord- que conozca ese apodo, si viene usted de la lejana península malaya?
-No lo escuché en mi tierra
-respondió Sandokán, que había estado a punto de cometer una equivocación que,
por poco, lo traiciona-, sino en las Romades, en cuyas playas desembarqué hace
días. Allí me hablaron de una joven de incomparable belleza, como una amazona,
pero también delicada como una flor.
- ¿Es cierto que me atribuyen
todos esos méritos? -dijo Mariana, entre risas.
- Sí, y ahora veo que decían la
verdad -afirmó el pirata con tono apasionado.
-Querida sobrina -dijo el lord-,
¿vas a enamorar también a nuestro huésped?
- ¡Sin
duda! -exclamó Sandokán-. Y cuando regrese a mi tierra, diré a mis compatriotas
que fue una muchacha de Labuán quien conmovió el corazón de un hombre que creía
tenerlo invulnerable.
Mariana, al volver a ver a
Sandokán, pero sin conocer aún su verdadera identidad, le dijo:
-Sea quien sea, debo confesarle
que el amor que encendió mi corazón no se apagará nunca. ¿Pero quién es usted,
cuál es su nombre’
-Mariana, ¿has oído hablar del
pirata que es azote de los navegantes en el mar que baña las costas de las
islas malayas…? ¿Has escuchado mencionar a Sandokán, al que apodan el “Tigre”?
¡Mírame a la cara! ¡Ese hombre soy yo!
La joven dio un grito y se cubrió
la boca con las manos. Después dijo, con un arrebato que hizo que dejase de
tratarlo de “usted” (trato que había marcado, hasta ese momento, una formal
distancia entre los dos).
-No puedo condenarte porque te
amo demasiado. Eres poderoso como el huracán que agita el océano. Eres un
héroe.
EL pirata la atrajo contra su
pecho.
-Ven conmigo -le pidió.
-Lo haré, pero no ahora porque
estás en peligro -respondió Mariana-. Huye. Mi amor es eterno.
[1] Salgari, Emilio, Los tigres de
Mompracem: Una aventura de Sandokán, versión de Beatriz Actis, Buenos Aires, La
Estación, 2016.

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