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Nieve Blanca y Rosa Roja

 


Nieve Blanca y Rosa Roja

Relato popular compilado por los Hermanos Grimm

Relato enmarcado de: Beatriz Actis - "Cuando se va el verano"

Había, en un lugar lejano del que ya no se recuerda el nombre, una cabaña aislada y pequeña, rodeada por un simple jardín. En el jardín crecían dos rosales: uno de ellos daba rosas blancas y el otro, rosas rojas. Allí vivían una pobre mujer, que había enviudado cuando joven, y sus dos hijas, semejantes a los rosales del jardín: una se llamaba Nieve Blanca y la otra, Rosa Roja.

Las niñas eran parecidas a su madre por lo nobles y laboriosas, solo que Nieve Blanca era más silenciosa y apacible que Rosa Roja, pues a esta le gustaba correr por los prados de los alrededores de la cabaña cortando flores y persiguiendo mariposas. Nunca, nunca se quedaba quieta.

Nieve Blanca, en cambio, prefería quedarse en la casa junto a la madre, ayudándola en los quehaceres domésticos o leyéndole serenamente viejas historias cuando no había otra cosa urgente que hacer. Tanto se querían las dos hermanas que siempre que salían juntas iban tomadas de la mano, y cuando Nieve Blanca decía: “Nunca nos separaremos”, Rosa Roja respondía: “No mientras vivamos”.

La madre añadía entonces con tono sentencioso:

-Lo que tenga una deberá repartirlo con la otra.

A menudo las niñas iban solas al bosque a recolectar frutos, y sin embargo ningún animal las atacaba. Por el contrario, se acercaban confiadamente a ellas:

Las liebres comían de sus manos, los ciervos pastaban a su lado y los pájaros se posaban para trinar en las ramas bajas de los árboles; así Nieve Blanca y Rosa Roja podían escuchar con nitidez sus cantos. Ninguna fatalidad las alcanzaba. Cuando se retrasaban en el bosque y las sorprendía la noche, se acostaban sobre el musgo una al lado de la otra bajo la luz de la luna y allí dormían, a salvo, hasta el amanecer.

Como la madre conocía aquel don de sus hijas, no se preocupaba por su ausencia nocturna y las recibía con alegría al día siguiente, en la cabaña. Una vez que habían pernoctado en el bosque, cuando las despertó la aurora vieron a un niño pequeño, vestido con una túnica blanca y reluciente, sentado cerca de ellas. No dijo nada al verlas, solo se puso de pie y se alejó de allí, perdiéndose en los caminitos sinuosos del bosque.

Cuando las muchachas miraron a su alrededor, se dieron cuenta de que habían estado echadas muy cerca de un precipicio; la noche cerrada les había impedido notarlo se quedaron a dormir en aquel lugar. Seguramente habrían caído al vacío si hubieran dado unos pocos pasos más en la oscuridad. La madre les dijo después, cuando le contaron lo que había sucedido, que aquel niño callado y misterioso debía de haber sido un ángel protector de inocentes.

Nieve Blanca y Rosa Roja mantenían tan limpia la cabaña que los pisos relucían, la loza de la vajilla resplandecía y los picaportes encandilaban si se posaba la vista sobre ellos.

Durante el cálido y alegre verano, Rosa Roja se encargaba del cuidado de la casa y, cada mañana, antes de que la madre la despertara, ponía junto a su cama un ramo de flores con una rosa de cada rosal. Durante el lento y riguroso invierno, Nieve Blanca encendía el fuego y colgaba la olla sobre las llamas; aunque esta era de lata, de puro limpia brillaba como el oro. Tras la caída del sol mientras veían nevar sobre el paisaje a través de la ventana, la madre decía:

-Niñas, ha llegado la noche, Vayan ya a echar el cerrojo.

Después se sentaban junto al hogar y la madre leía para todas alguno de los relatos del gran libro que guardaban como una reliquia, mientras las niñas hilaban a su lado. Junto a ellas reposaba también un corderito y detrás, parada en una percha, había una paloma con la cabeza metida debajo del ala.

Una noche, estando así, serenas e íntimamente reunidas, alguien, con brusquedad, golpeó a la puerta.

-¡Rápido, niñas! -pidió la madre-. Abran, debe ser un viajero extraviado que busca refugio.

Pero cuando las niñas retiraron el cerrojo no encontraron ni a un caminante ni a un vagabundo, sino a un enorme oso negro que metió su cabeza adentro de la cabaña, a través de la puerta entreabierta. Dando un fuerte grito, Rosa Roja retrocedió de un salto; el corderito baló, la paloma comenzó a aletear y Nieve Blanca fue a esconderse detrás de la cama de la madre. El oso, por su parte, rompió a hablar y dijo:

-No teman. No voy a hacerles ningún daño. Es que estoy casi congelado en esta noche invernal y quisiera calentarme al lado del fuego, en el interior de la cabaña.

-Pobre oso -dijo la madre-, échate cerca del hogar, pero prest atención: no vaya a quemársete la piel.

Después llamó:

-¡Nieve Blanca, Rosa Roja, vengan de prisa, el oso no nos hará daño! Sus intenciones son buenas.

Entonces las dos hermanas se acercaron -paso a paso, con cautela, también se aproximaron el corderito y la paloma- ya que habían dejado de temer.

El oso dijo:

-Niñas, sacúdanme como un favor la nieve del pelaje.

Ellas tomaron la escoba y barrieron la piel del oso como hacían en el piso y con la alfombra, hasta dejársela limpia. Él se tendió entonces al lado del fuego, que es lo que tanto había anhelado, y rugió contento al cumplir su deseo. Al poco rato, tomando confianza, las hermanas empezaron a hacer travesuras con el huésped, que era tan grande como torpe: le desgreñaron el pelo, pusieron los pies sobre su espalda y le restregaron la piel, e incluso lo golpearon suavemente con una rama de avellano, y cuando el animal rugía ellas se echaban a reír. El oso se entregaba a los juegos con sumo placer y solo cuando las hermanas lo lastimaban gritaba:

-¡No me quiten la vida, muchachas!

Después de lo cual, misteriosamente agregaba:

-Nieve Blanca, Rosa Roja: sean prudentes: que están matando al pretendiente.

Cuando llegó la hora de acostarse y las niñas se fueron a la cama, la madre dijo al oso:

-Puedes quedarte durante la noche echado al lado del hogar; así estarás protegido del frío y del mal tiempo.

Apenas amaneció, lo dejaron salir y él partió hacia el bosque a través de la nieve. Desde entonces, el oso venía cada noche a la misma hora, se instalaba cerca del fuego y dejaba que las hermanas se divirtieran a costa suya todo lo que quisieran.

Tanto se acostumbraron a él que no echaban cerrojo a la puerta hasta que el gran oso negro, ese extraño compañero de juegos, no hubiera llegado. Cuando la primavera transformó en verdes el jardín y los prados, durante una mañana luminosa y templada, el oso dijo a Nieve Blanca:

-Ahora debo partir. No podré volver durante el verano.

-¿Adónde vas? -preguntó, desconcertada. Nieve Blanca.

-Debo ir al bosque para proteger mis tesoros de los malvados enanos.

Y ante la mirada interrogadora de la niña, explicó:

-Durante el invierno, cuando la tierra está endurecida por el frío, mis enemigos, los enanos, tiene que quedarse debajo, pues no pueden abrirse paso en la superficie. Pero ahora, cuando el sol derrite el hielo y calienta la tierra, pueden cavar y subir para escudriñar y robar. Y cuando algo cae en sus manos y va a parar a sus cuevas, te aseguro que no vuelve fácilmente a ver la luz del día.

Nieve Blanca estaba muy triste por la despedida. Cuando el oso, al salir de la cabaña, se agachó para pasar por la puerta, su piel se enganchó con un clavo y un pedazo de ella se desgarró; en ese instante, a Nieve Blanca le pareció ver un resplandor de oro a través de la rotura. Sin embargo, no estaba por completo segura de lo que había visto y se quedó dudando, parada en el jardín de los rosales. El oso se alejó veloz, y pronto su enorme figura desapareció de la vista de Nieve Blanca, entre el cielo claro y la abundante vegetación de primavera. Tiempo después, la madre mandó a las niñas al bosque para que recogiesen leña. En el camino, ellas hallaron un gran árbol caído, como partido por un rayo. Vieron además cerca del tronco algo pequeño y movedizo que saltaba en el pasto, pero no pudieron distinguir qué era. La curiosidad las llevó a acercarse y entonces se dieron cuenta de que se trataba de un enano que tenía una cara seria, surcada por arrugas y una larguísima barba, blanca como una nube.

La punta de la barba había quedado apresada en una grieta del árbol y el enano saltaba de un lado para el otro como un poseído, sin saber cómo resolver la situación. Fijando sus ojos enrojecidos y ardientes en las muchachas, gritó:

- ¿Qué hacen ustedes dos ahí paradas? ¿No se les ocurre acaso venir a socorrerme?

- ¿Qué has hecho, hombrecito? -preguntó Rosa Roja.

- ¿Cómo que “qué he hecho”? ¡Tonta, ciega y curiosa! -respondió el enano con evidente malhumor-. Quería partir el árbol para llevar leña fina a mi cocina. Con los troncos gruesos se quema la comida frugal que necesitamos, pues nosotros no comemos tanto como ustedes, gente grande, bruta y voraz.

Las muchachas, en tanto, no sabían si enojarse, sorprenderse o reír. El enano continuó su enfurecido relato:

-Ya había conseguido meter felizmente la cuña y todo iba a pedir de boca, pero como la maldita madera era demasiado resbaladiza, la cuña saltó sin que me diera cuenta y la abertura se cerró tan rápidamente que no logré retirar mi hermosa barba blanca, que ahí ha quedado atrapada. ¡Y ahora no puedo desprenderme del tronco ni marcharme de aquí! ¿De esto se ríen acaso ustedes, bobas, insulsas y necias criaturas? ¡Uf, qué horribles son!

Las niñas hicieron toda clase de esfuerzos, pero no consiguieron desprender la barba, ya que estaba demasiado apretada en la grieta.

-Iré corriendo en busca de ayuda -dijo Rosa Roja.

- ¡Cabezas de alcornoque, locas! -bramó el enano-. ¡Es que acaso planean ir en busca de gente? ¡No se les ocurre nada mejor?

-No te alteres -dijo Nieve Blanca, con su infinita paciencia-; al instante se nos ocurrirá algo.

Y sacando del bolso unas tijeritas, que eran las que usaban para las tareas de costura, cortó la punta de la barba. Tan pronto como se sintió libre, el enano tomó una bolsa llena de oro que estaba escondida entre las raíces del árbol y refunfuñó:

-Lo que faltaba: ¡Cortar un pedazo de mi soberbia barba! ¡Que el diablo les pague!

Y diciendo esto, el desagradecido se echó la bolsa a la espalda y sin decir una palabra más a las niñas, se perdió en lo profundo del bosque.

Algún tiempo después, Nieve Blanca y Rosa Roja fueron a pescar y, una vez cerca del arroyo, vieron algo semejante a un animal pequeño, quizás una liebre o un conejo, que saltaba en dirección al agua, como si quisiera precipitarse hacia ella. Corrieron hacia él y reconocieron, por segunda vez, al enano cascarrabias.

- ¿Adónde vas? -le preguntó Rosa Roja-. ¿No querrás saltar al agua, ¿verdad?

- ¡Tan idiota como tú no soy! -gritó el enano-. ¿Es que no se dan cuenta de lo que sucede? ¡Este maldito pez quiere arrastrarme dentro del arroyo!

El enano se había instalado allí para pescar, pero la mala fortuna hizo que el viento enredara su larga barba en el sedal. Pronto un pez grande mordió el anzuelo, pero, como al hombrecito le faltaron las fuerzas para tirar de él, el pez, aventajándolo, empezó a tirar del enano hacia el agua, y por más que este aferraba a los juncos de la orilla, no le servía de mucho, ya que tenía que seguir los tirones del pez y estaba en constante peligro de ir a parar al agua y ahogarse.

Las niñas habían llegado pues en el momento justo: sujetaron firmemente al enano y trataron de desenredar la barba del sedal, pero esto último fue en vano, porque barba y sedal estaban fuertemente entrelazados. No quedaba otra solución que sacar otra vez las tijeritas de costura y cortar la barba, con lo cual se perdió una pequeña porción de ella. Viendo esto, el enano gritó a las muchachas:

- ¡Qué maneras son estas, palurdas, de desfigurarle a uno la cara! ¿No les bastó acaso con haberme cortado la punta de la barba días pasados? Ahora me han quitado la mejor parte de ella y no me atreveré a presentarme delante de los míos. ¡Debería hacerlas correr descalzas por el pedregullo como castigo!

Entonces recogió una bolsa de perlas que había entre las cañas y, sin decir una palabra más, se la llevó arrastrando y desapareció detrás de una piedra.

Sucedió que, pocos días después, la madre mandó a las dos hermanas a la aldea para que comprasen hilo, agujas, cordel y cintas. El camino las condujo por un páramo en donde había unas enormes rocas esparcidas por aquí y por allá. De pronto, vieron a un águila que planeaba en el aire, describiendo lentos círculos sobre sus cabezas; el ave descendió cada vez más hasta que finalmente se lanzó en picada, no lejos de una de las rocas. Enseguida oyeron un grito penetrante y quejumbroso y, al acudir, vieron con susto que el pajarraco había atrapado a su viejo conocido, el enano, al que quería llevarse con ella. Sin tardanza, las compasivas niñas sujetaron firmemente el hombrecillo y tiraron de él sin descanso hasta que el águila soltó su presa.

Tan pronto como el enano se recuperó del susto, gritó con la voz ronca y violenta de siempre:

- ¿Es que no podían haberme tratado con más cuidado? Tiraron de tal modo de mi fina chaqueta que toda ella está desgarrada y llena de agujeros. ¡Son ustedes dos unos engendros atolondrados y torpes!

Tras decir esto, tomó una bolsa con piedras preciosas y volvió a meterse en su agujero, debajo de una de las rocas. Como las niñas se habían acostumbrado ya a su ingratitud, prosiguieron su camino y cumplieron los encargos de su madre en la aldea.

Al regreso, cuando pasaron nuevamente por el páramo, sorprendieron al enano, quien, pensando que nadie andaría por allí a aquellas horas, había vaciado su bolsa de piedras preciosas en un lugar despejado del suelo. El sol de la tarde iluminó entonces las gemas e hizo destellar tan suntuosamente sus colores, que las niñas se detuvieron a contemplarlas, maravilladas.

- ¡Pero ¡qué hacen ahí paradas, papando moscas! -gritó el enano, y su cara gris como la ceniza se puso roja de ira.

Quería seguir profiriendo sus insultos, cuando se oyó un fuerte rugido y un oso negro salió del bosque y se acercó trotando con expresión feroz. Aterrorizado, enano se puso de pie de un salto, pero no logró llegar a su escondrijo, pues el oso ya estaba a su lado. Entonces, despavorido, gritó:

-¡Querido señor oso, tenga clemencia! Le daré todos mis tesoros, ¡mire las bellas piedras preciosas que tengo aquí! ¡Perdóneme por favor la vida! ¿Qué provecho obtendría de un pobre diablo menudo y famélico como yo? Ni siquiera me notaría entre los dientes. Tome prisioneras, en cambio, a este par de niñas bobas, que serán para usted tiernos bocados.

¡Devórelas y saboréelas, pues están gorditas como unas codornices!

Sin hacer caso a sus palabras, el oso dio un solo zarpazo a la malévola criatura, que ya no se movió más. En tanto, las niñas habían huido lejos, pero el oso las llamó con voz familiar:

-¡Nieve Blanca y Rosa Roja! ¡No teman! Espérenme, que iré con ustedes.

Las hermanas reconocieron en ese momento la voz del animal y se detuvieron, y tan pronto como el oso las hubo alcanzado se desprendió la piel de su cuerpo, dejando al descubierto la figura de un joven vestido enteramente con ropas bordadas en hilos de oro.

-Soy el hijo de un rey -dijo-, y estaba encantado por el despiadado enano, que se apoderó de mis tesoros y me transformó en un oso salvaje que debía vagar por el bosque hasta que fuese liberado con su muerte. Ahora se ha roto el hechizo y mi enemigo, al fin, ha recibido su castigo.

Así fue como Nieve Blanca se casó con el príncipe, ya que los dos se dieron cuenta de que siempre habían estado enamorados. Al tiempo, Rosa Roja conoció al hermano del príncipe; también se enamoraron y así se celebró una segunda boda. Después, se repartieron los grandes tesoros que el enano había acumulado en su cueva. La madre vivió junto a sus hijas largos años, serena y dichosamente, no sin llevarse consigo ambos rosales, que cada año daban las más hermosas rosas blancas y rojas.

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